Las
cruzadas
Primera cruzada
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Al Papa Gregorio VII se debe la idea de que los
países cristianos se unieran para luchar contra el común enemigo religioso que
era el Islam.
·
El Papa Urbano II (1088-1099) fue quien la puso
en práctica. En 1095, la invitación a la lucha contra los turcos arribaría en
embajadas francesas e inglesas a las cortes de las naciones europeas medievales
más importantes: Francia, Inglaterra, Alemania y Hungría (Hungría no se unirá a
las primeras cruzadas por guardar el luto de tres años del recientemente
fallecido rey San Ladislao I de Hungría (1046-1095), quien antes de morir
habría aceptado participar en la campaña de Urbano II). El llamamiento formal de
Urbano II sucedió en el penúltimo día del Concilio de Clermont (Francia),
jueves 27 de noviembre de 1095, cuando proclamó, al grito de '"Dieu lo
volti"'(¡Dios lo quiere!), la denominada primera cruzada (1096-1099).
Segunda cruzada
Gracias a la división de los
Estados musulmanes, los Estados latinos (o francos, como eran conocidos por los
árabes), consiguieron establecerse y perdurar. Los dos primeros reyes de
Jerusalén, Balduino I y Balduino II fueron gobernantes capaces que expandieron
su reino a toda la zona situada entre el Mediterráneo y el Jordán, e incluso
más allá. Rápidamente, se adaptaron al cambiante sistema de alianzas locales y
llegaron a combatir junto a estados musulmanes en contra de enemigos que,
además de musulmanes, contaban entre sus filas con guerreros cristianos.
Sin embargo, a medida que el
espíritu de cruzada iba decayendo entre los francos, cada vez más cómodos en su
nuevo estilo de vida, entre los musulmanes iba creciendo el espíritu de jihad o
guerra santa agitado por los predicadores contra sus impíos gobernantes,
capaces de tolerar la presencia cristiana en Jerusalén e incluso de aliarse con
sus reyes. Este sentimiento fue explotado por una serie de caudillos que
consiguieron unificar los distintos estados musulmanes y lanzarse a la
conquista de los reinos cristianos.
El primero de estos fue Zengi,
gobernador de Mosul y de Alepo, que en 1144 conquistó Edesa, liquidando el
primero de los Estados francos. Como respuesta a esta conquista, que puso de
manifiesto la debilidad de los Estados cruzados, el Papa Eugenio III, a través
de Bernardo, abad de Claraval (famoso predicador, autor de la regla de los
templarios) predicó en diciembre de 1145 la Segunda Cruzada.
A diferencia de la primera, en
esta participaron reyes de la cristiandad, encabezados por Luis VII de Francia
(acompañado de su esposa, Leonor de Aquitania) y por el emperador germánico
Conrado III. Los desacuerdos entre franceses y alemanes, así como con los
bizantinos, fueron constantes en toda la expedición. Cuando ambos reyes
llegaron a Tierra Santa (por separado) decidieron que Edesa era un objetivo
poco importante y marcharon hacia Jerusalén. Desde allí, para desesperación del
rey Balduino III, en lugar de enfrentarse a Nur al-Din (hijo y sucesor de
Zengi), eligieron atacar Damasco, estado independiente y aliado del rey de
Jerusalén.
La expedición fue un fracaso, ya
que tras sólo una semana de asedio infructuoso, los ejércitos cruzados se
retiraron y volvieron a sus países. Con este ataque inútil consiguieron que
Damasco cayera en manos de Nur al-Din, que progresivamente iba cercando los
Estados francos. Más tarde, el ataque de Balduino II a Egipto iba a provocar la
intervención de Nur al-Din en la frontera sur del reino de Jerusalén,
preparando el camino para el fin del reino y la convocatoria de la Tercera
Cruzada.
Tercera cruzada
Las intromisiones del Reino de
Jerusalén en el decadente califato fatimí de Egipto llevaron al sultán Nur
al-Din a mandar a su lugarteniente Saladino a hacerse cargo de la situación. No
hizo falta mucho tiempo para que Saladino se convirtiera en el amo de Egipto,
aunque hasta la muerte de Nur al-Din en 1174 respetó la soberanía de éste. Pero
tras su muerte, Saladino se proclamó sultán de Egipto (a pesar de que había un
heredero al trono de Nur al-Din, su hijo de sólo 12 años que murió envenenado)
y de Siria, dando comienzo la dinastía ayyubí. Saladino era un hombre sabio que
logró la unión de las facciones musulmanas, así como el control político y
militar desde Egipto hasta Siria.
Como Nur al-Din, Saladino era un
musulmán devoto y decidido a expulsar a los cruzados de Tierra Santa. El Reino
de Jerusalén, regido por el Rey Leproso, Balduino IV de Jerusalén, quedaba
rodeado ya por un sólo Estado. Balduino se vio obligado a firmar frágiles treguas
seguidas por escaramuzas, tratando de retrasar el inevitable final.
Tras la muerte del rey Balduino
IV de Jerusalén, el Estado se dividió en distintas facciones, pacifistas o
belicosas, y pasó a convertirse en rey, debido al enlace matrimonial que mantenía
con la hermana del fallecido patriarca, el general en jefe del ejército unido
de Jerusalén: Guy de Lusignan. El mismo apoyaba una política agresiva y de no
negociación con los sarracenos y abogaba por su sometimiento y derrota en
combate, cosa a la que sus detractores se oponían habida cuenta de la
inferioridad numérica que los cristianos tenían ante las tropas de Saladino. La
radicalidad religiosa y el apoyo al brazo más radical de la orden de los
Templarios en sus ataques a diversas localidades y estructuras sarracenas
desembocarían en un enfrentamiento final entre Guy de Lusignan y el propio
Saladino. De hecho, se hace culpable a Guy de lusignan de la derrota y pérdida
de Jerusalén por su obsesión en enfrentarse al ejército de Saladino y su falta
de visión para la protección de la ciudad y de sus habitantes.
Reinaldo de Châtillon era un
bandido con título de caballero que no se consideraba atado por las treguas
firmadas. Saqueaba las caravanas e incluso armó expediciones de piratas para
atacar a los barcos de peregrinos que iban a La Meca, ciudad muy importante
para los musulmanes. El ataque definitivo fue contra una caravana en la que iba
la hermana de Saladino, que juró matarlo con sus propias manos
Declarada la guerra, el grueso
del ejército cruzado, junto con los Templarios y los Hospitalarios, se enfrentó
a las tropas de Saladino en los Cuernos de Hattin el 4 de julio de 1187. Los
ejércitos cristianos fueron derrotados, dejando el reino indefenso y perdiendo
uno de los fragmentos de la Vera Cruz.
Saladino mató con sus propias
manos a Reinaldo de Châtillon. Algunos de los caballeros Templarios y
Hospitalarios capturados fueron también ejecutados. Saladino procedió a ocupar
la mayor parte del reino, salvo las plazas costeras, abastecidas desde el mar,
y en octubre del mismo año conquistó Jerusalén. Comparada con la toma de 1099,
esta fue casi incruenta, aunque sus habitantes debieron pagar un considerable
rescate y algunos fueron esclavizados. El reino de Jerusalén había
desaparecido.
La toma de Jerusalén conmocionó a
Europa y el papa Gregorio VIII convocó una nueva cruzada en 1189. En esta
participaron reyes de los más importantes de la cristiandad: Ricardo Corazón de
León (hijo de Enrique II y de Leonor de Aquitania), Felipe II Augusto de
Francia y el emperador Federico I Barbaroja (sobrino de Conrado III). Éste
último, al mando del grupo más poderoso, siguió la ruta terrestre, en la que
sufrió algunas bajas. Cerca de Siria, sin embargo, el emperador murió ahogado
mientras se bañaba en el río Salef (en la actual Turquía) y su ejército ya no
continuó hacia Palestina.
Barbaroja durante su estadía en
el Reino de Hungría le había pedido al príncipe Géza, hermano del rey Béla III
de Hungría que se uniése a las fuerzas cruzadas, así, un ejército de dos mil
soldados húngaros partió al lado de los germánicos. Si bien luego de los
conflictos bélicos el rey húngaro habría llamado de regreso a sus fuerzas, su
hermano menor, Géza, permaneció en Constantinopla y desposó a una noble
bizantina, puesto que no tenía buenas relaciones con Béla III.
Los ejércitos inglés y francés
llegaron por la ruta marítima. Su primer (y único) éxito fue la toma de Acre el
13 de julio de 1191, tras la cual Ricardo realizó una matanza de varios miles
de prisioneros. Esta matanza militarmente le dio oxígeno para seguir hacia el
sur a su meta final: Jerusalén, y además le valió el nombre por el que sería
reconocido en la historia, Corazón de León.
Felipe II Augusto estaba
preocupado por los problemas en su país y molesto por las rivalidades con
Ricardo, por lo que regresó a Francia, dejando a Ricardo al mando de la
cruzada. Este llegó hasta las proximidades de Jerusalén, pero en lugar de
atacar prefirió firmar una tregua con Saladino, temiendo que su ejército
diezmado de 12.000 hombres no fuera capaz de sostener el sitio de Jerusalén.
Pensando en una próxima cruzada y en no arriesgar militarmente una derrota que
no les daría a los cristianos la posibilidad del control posterior de la Ciudad
Santa, pactaron con el mismo Saladino, quien también estaba cansado y diezmado,
la tregua que permitía el libre acceso de los peregrinos desarmados a la Ciudad
Santa.
Saladino falleció seis meses
después. Ricardo murió en 1199 por una herida de flecha en su regreso a Europa.
De esta forma, se cerraba la Tercera Cruzada con un nuevo fracaso para los dos
bandos, dejando sin esperanzas a los Estados francos. Era cuestión de tiempo
para que desapareciera la estrecha franja litoral que controlaban. Sin embargo,
resistieron aún un siglo más.
Cuarta cruzada
Tras la tregua firmada en la
Tercera Cruzada y la muerte de Saladino en 1193, se sucedieron algunos años de
relativa paz, en los que los Estados francos del litoral se convirtieron en
poco más que colonias comerciales italianas. En 1199, el Papa Inocencio III
decidió convocar una nueva cruzada para aliviar la situación de los Estados
cruzados. Esta Cuarta Cruzada no debería incluir reyes e ir dirigida contra
Egipto, considerado el punto más débil de los estados musulmanes.
Al no ser ya posible la ruta
terrestre, los cruzados debían tomar la ruta marítima, por lo que se
concentraron en Venecia. El dux Enrico Dandolo se coaligó con el jefe de la
expedición Bonifacio de Montferrato y con un usurpador bizantino, Alejo IV
Ángelo para cambiar el destino de la cruzada y dirigirla contra Constantinopla,
al estar los tres interesados en la deposición del basileus del momento, Alejo
III Ángelo.
Inicialmente, los cruzados fueron
empleados para luchar contra los húngaros en Zara, por lo que fueron
excomulgados por el Papa. Desde allí se dirigieron hacia Bizancio, donde
consiguieron instalar a Alejo IV como basileus en 1203. Sin embargo, el nuevo
basileus no pudo cumplir las promesas hechas a los cruzados, lo que originó
toda clase de disturbios. Fue depuesto por los propios bizantinos, que
coronaron a Alejo V Ducas. Esto provocó la intervención definitiva de los
cruzados, que conquistaron la ciudad el 12 de abril de 1204. El saqueo de la
ciudad fue terrible. Miles de cristianos (incluyendo mujeres y niños) fueron
asesinados por los cruzados. Desvalijaron y destruyeron mansiones, palacios,
iglesias y la propia basílica de Santa Sofía. Europa occidental recibió un
aluvión de obras de arte y reliquias sin precedentes, producto de este saqueo.
Con ello llegaba a su fin el
Imperio Bizantino, que se desmembró en una serie de Estados, algunos latinos y
otros griegos. De éstos, el llamado Imperio de Nicea conseguiría restaurar una
sombra del Imperio Bizantino en 1261.
Los cruzados establecieron el llamado
Imperio Latino, organizado feudalmente y con una autoridad muy débil sobre la
mayoría de los territorios que supuestamente controlaba (y nula sobre los
Estados griegos de Nicea, Trebisonda y Epiro).
La Cuarta Cruzada asestó un doble
golpe a los Estados francos de Palestina. Por un lado, les privó de refuerzos
militares. Por otro, al crear un polo de atracción en Constantinopla para los
caballeros latinos, produjo la emigración de muchos que estaban en Tierra Santa
hacia el Imperio Latino, abandonando los Estados francos.
Quinta cruzada
La V Cruzada fue proclamada por
Inocencio III en 1213 y partió en 1218 bajo los auspicios de Honorio III, uniéndose
al rey cruzado Andrés II de Hungría, quien llevó hacia oriente el ejército más
grande en toda la Historia de las Cruzadas. Como la IV Cruzada, tenía como
objetivo conquistar Egipto. Tras el éxito inicial de la conquista de Damieta en
la desembocadura del Nilo, que aseguraba la supervivencia de los Estados
francos, a los cruzados les pudo la ambición e intentaron atacar El Cairo,
fracasando y debiendo abandonar incluso lo que habían conquistado, en 1221.
Sexta cruzada
La organización de la VI Cruzada
fue un tanto audaz. El papa había ordenado al emperador Federico II
Hohenstaufen que fuera a las cruzadas como penitencia. El emperador había
asentido, pero había ido demorando la partida, lo que le valió la excomunión.
Finalmente, Federico II (que tenía pretensiones propias sobre el trono de
Jerusalén) partió en 1228 sin el permiso papal. Sorprendentemente, el emperador
consiguió recuperar Jerusalén mediante un acuerdo diplomático. Se autoproclamó
rey de Jerusalén en 1229 y también obtuvo Belén y Nazaret.
Séptima cruzada
En 1244 volvió a caer Jerusalén
(esta vez de forma definitiva), lo que movió al devoto rey Luis IX de Francia
(San Luis) a organizar una nueva cruzada, la Séptima. Como en la V, se dirigió
contra Damieta, pero fue derrotado y hecho prisionero en Mansura (Egipto) con
todo su ejército.
Octava cruzada
Vuelto a Francia, el mismo rey
emprendió la llamada VIII Cruzada (1269) contra Túnez, aunque en realidad era
un peón en los intereses de su hermano Carlos de Anjou rey de Nápoles, que
quería evitar la competencia de los mercaderes tunecinos. La peste acabó con el
rey Luis y gran parte de su ejército en Túnez (1270).
Aunque algunos papas intentaron
predicar nuevas cruzadas, ya no se organizaron más y, en 1291, los cruzados
evacuaron sus últimas posesiones en Tiro, Sidón y Beirut tras la caída de San
Juan de Acre. A fin de cuentas, el único triunfo relevante de la Cristiandad
durante los dos siglos de más de ocho cruzadas fue la toma de Jerusalén por
Godofredo de Bouillon en la primera cruzada en el año 1099, la cual, a pesar de
las innumerables matanzas de sarracenos, judíos (hombres, mujeres y niños),
logró sostener la Ciudad Santa por muchos años, y encontró los objetivos
marcados inicialmente por los defensores de la idea de reconquistar la tierra
llamada santa para los cristianos de Europa.
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